Lo
conocí en la cama del hospital Juan Grande, cuando ya la enfermedad le había
hecho aparcar los toques de su guitarra y esas coplas de Nochebuena, por cuya
recuperación tanto luchó, empezaban a sonar en los altavoces callejeros. Aquellas Navidades de hace una década mi
padre batía sus últimas batallas y en una habitación cercana a la suya dejaba
pasar las horas la genialidad de Manuel Parrilla mientras su guitarra
permanecía muda, guitarra de astillas de amor como tantas veces cantara Juan
Pardo.
Cada
vez que, cruzando el pasillo del hospital, lo veía allí en la cama, en
silencio, sin el toque, sin el cante y sin el baile que tantas veces le había
acompañado pensaba en lo injusto que es acallar el talento, ese arte singular
que solo se da en los escogidos pero que en la crudeza de un hospital se apaga y se anula como el eco en la
lejanía.
Mi
amigo Juan Antonio Benítez me tenía al tanto de su evolución, de sus leves
mejorías, de sus avances en la
enfermedad pero ¿y la guitarra? Sin la guitarra la figura del artista quedaba
mutilada, el último eslabón de una saga de flamencos históricos quedaba
incompleto. Dicen que para el
guitarrista la guitarra termina de decir lo que él ya no puede, por eso a aquel
enfermo le faltaba voz, acallaba un sonido al que siempre había estado unido.
Manuel Fernández Molina, Parrilla, tenía
entonces 60 años y mucho arte aún que derrochar. Había nacido el 21 de
Septiembre de 1945 en la calle Campana de Jerez de la Frontera. Estaba
emparentado con el mítico Frijones y era nieto de Juanichi el Manijero, además
de sobrino del Sernita y de Tía Juana la del Pipa. Cada vez que lo veía, allí
en su habitación, tan callado, tan resignado, no podía dejar de pensar en el
artista, en su adorada Paquera, en tantos a los que acompañó como Lola Flores, Tío Borrico, Terremoto o Sordera. Sus éxitos
en el tablao de Los Canasteros, de Caracol o El Duende, de Pastora Imperio y
Gitanillo de Triana. Pero sobre todo me acordaba de los villancicos, de
aquellas coplas de Nochebuena que escuchaba cantar a mi madre cuando la salita
de mimbres de mi casa se transformaba para acoger el Nacimiento y en las ondas
de Radio Popular de Jerez empezaba a escucharse aquello de “Manolo, pa cantá”.
Parrilla fue clave en la recuperación de los cantes populares de la Navidad
jerezana, esas coplas que muy pocos conocían y ahora, gracias entre otros a
Parrilla de Jerez, todos cantan.
Cuatro
años después de aquellos días que compartimos en el Hospital Juan Grande
Parrilla de Jerez nos dejó aunque su toque inmortal aún permanece como perenne
recuerdo a su memoria. Esta semana se ha presentado el boceto de lo que será el
monumento al genial guitarrista y que estará ubicado frente a la ermita de San
Telmo. Fernando Aguado, su autor, ha sabido plasmar la impronta de su arte
sumergido en la magia de una guitarra. Una escultura que nos recuerda aquello
que decía Andrés Segovia: “Muevan su cuerpo levemente hacia adelante para
apoyar la guitarra contra su pecho, la poesía de la música debe resonar en su
corazón”.
El
artista unido para siempre a una guitarra, aquella que tanto eché en falta en
la fría y dura estancia de un hospital. Ahora sí, la presencia de esa guitarra
podrá decir lo que él ya no puede.
(Artículo publicado el pasado domingo 9 de noviembre de 2014 en INFORMACIÓN JEREZ y al día siguiente en VIVA JEREZ).
Un jóven Parrilla de Jerez junto a su guitarra. Arriba con su inseparable Paquera. |
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