Los cielos que perdimos se titulaba aquel libro que hace más de cincuenta años escribiera el sevillano
Joaquín Romero Morube en el que narra medio siglo de soles, lluvias y vientos
huidos que él intentó cazar con redes de metáforas para disecarlos en las
páginas de un libro. Los cielos que perdimos es uno de
esos ensayos narrativos y divagadores que Romero Murube escribió a lo largo de
su vida. Una obra en prosa que, desde la nostalgia, buscaba el alma de la
ciudad hispalense.
Jerez también tiene sus cielos, solo hay que alzar la
mirada para recrearse en ese cielo negro de ruán que cubre la plaza de San
Miguel cuando en la noche del Viernes Santo suena la doble campanada, cielo
morado de la calle Porvera cuando la comitiva rociera emprende caminos de
sueños, cielo rojo incandescente sobre la catedral jerezana cuando el Cristo de
la Viga emprende los últimos metros de su itinerario procesional, cielo gris de
la Alameda de Cristina cuando el humo de las castañas nos anuncia la llegada
del otoño, cielo lleno de estrellas fugaces en la noche mágica de Reyes, cielos
de fuegos de colores sobre el Hontoria cuando la Feria del Caballo se pone en
marcha, cielos repletos de palomas mensajeras sobre el reducto catedralicio
anunciando el nuevo vino por septiembre o cielos celestes que se hacen intensos en
esas mañanas de Corpus como las que vivimos estos días.
Son cielos jerezanos de los que aún disfrutamos, pero
hubo otros que perdimos como ese cielo que desde la Alameda Vieja nos anunciaba
esa brisa marinera que divisábamos a lo lejos, entre verdes campos y altos
miradores que la sierra de San Cristóbal recortaba en el horizonte del cercano
océano, unos cielos que perdimos por la mole de ese infortunado bloque junto a
la ermita de Guía que vino a tapar nuestra perspectiva celestial de la bahía. Otro
cielo que perdimos es el que mirando hacia la sierra se recortaba entre el humo
de tres chimeneas que fabricaban botellas para esos caldos universales de
nuestras bodegas. Tres chimeneas echando humos que formaban la estampa de ese
Jerez próspero e industrial de hace unos años donde el vino era uno de los
principales motores de la ciudad.
Fue el 22 de junio de 1895 cuando el ciudadano
francés, D. Antoine Vergier Jeune, en representación del hacendado francés
vecino de Lyon, D. Andrés Bocouze, mediante poder notarial expedido el 11 de
junio de 1895, solicitaba permiso al Ayuntamiento de Jerez para establecer una
fábrica de vidrio en el lado izquierdo del kilómetro 109,30 del ferrocarril Sevilla-Cádiz,
próximo a la estación de ferrocarriles de Jerez. Allí se alzaron con el tiempo
tres airosas chimeneas que, desde entonces, forman parte de ese cielo jerezano
cuando se divisa la ciudad desde la lejanía. El 26 de noviembre de 2009 el
último horno de la fábrica de botellas de Jerez se apagaba tras 114 años de
actividad. Casi tres meses después de que la multinacional francesa Saint
Gobain Vicasa anunciara a los trabajadores la clausura "irrevocable"
de la planta "por sus altos costes de producción". Se mantuvo un centro logístico que esta
pasada semana ha anunciado su cierre definitivo. El Ayuntamiento asume que el suelo se destinará a viviendas y zona
comercial, esperemos que este nuevo uso siga contando con estas tres airosas
chimeneas que son parte ya insustituible de los cielos jerezanos.
(Artículo publicado en INFORMACIÓN JEREZ el 29 de mayo de 2016 y al día siguiente en VIVA JEREZ)Instalaciones de la fábrica de botellas en una fotografía del ayer |
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