martes, 26 de julio de 2011

AQUELLA MUJER

           
           EN LA FESTIVIDAD DE SAN JOAQUIN Y SANTA ANA

Había nacido en una familia humilde.  Su padre trabajador de bodega, quemaba sus horas para poder sacar adelante una familia de cuatro hijos. La casa escondida en el casco antiguo de la ciudad, era de típico sabor andaluz, con amplio patio, escalera de barandal de madera y galería superior, dando acceso a las distintas viviendas de los vecinos. La familia  ocupaba la vivienda frontal a la escalera. Su hogar era pequeño: dos habitaciones, la sala y la alcoba. El servicio era común y la cocina se alineaba en un oscuro corredor junto a la de las demás vecinas. En aquel hogar sencillo, se respiraba felicidad. Los chiquillos, todos pequeños, jugueteaban en la plazoleta y hacían sus travesuras en la casa, una vez escondiéndose tras las cortinas y otras probando un exquisito flan que se guardaba en aquella alacena con puertas de celosía, con el consabido destrozo de tan frágil postre.
            Los padres, de profundas creencias religiosas, querían que sus hijos fuesen educados dentro de principios cristianos. Y así, acudían todos los días a un colegio cercano que regían las madres carmelitas. En ese colegio y en su hermosa capilla, que presidía un enorme cuadro de Santa Joaquina de Vedruna, recibirían la Primera Comunión. Como era tradicional; la primera hija se llamaba como la abuela y la segunda como la madre. Esta segunda era una niña muy dicharachera, con grandes ojos negros y sonrisa en sus labios.

Un día, al llegar su padre de trabajar, y dirigiéndose a la madre, le dijo: "Coge los niños y vamos a bajar un momento, que Ramón nos va a enseñar algo". Ramón trabajaba en un viejo local, junto a la puerta de entrada de su casa, justo debajo de donde, aquella chiquilla dormía. Desde su cama oía el incesante martillear y le llegaba, por la pequeña ventana, el intenso olor a madera, a veces mezclado con pinturas. Para los niños aquello era una novedad, pues nunca se habían atrevido a penetrar en aquel taller del que de vez en cuando se veía entrar y salir señores muy trajeados. Además, Ramón, por sus barbas y edad, les daba algo de susto.
            La madre cogió al pequeño en brazos -ya que por aquel entonces aún sólo eran tres, faltaba por venir la más chica de las hermanas- y el padre agarró a las otras dos y, bajando las escaleras, entraron en aquel misterioso taller. La niña de los ojos grandes quedó extasiada. De las paredes colgaban angelitos, había grandes trozos de madera en los que se adivinaban figuras humanas y, en el centro, un enorme paño tapaba algo misterioso que el escultor se apresuró a descubrir: "Mirad, a ver que os parece -y de un tirón, quitó el paño-". Todos quedaron sorprendidos. La imagen de Cristo crucificado apareció, mostrando un dulce rostro, como dormido. El escultor comentó: "Esta imagen llevará por nombre Cristo del Amor". Aquella niña, con sus apenas cuatro años, sintió en su corazoncito el primer pellizco cofrade, ya que, aquel rostro desprendía verdaderamente sentimiento de amor. Tras una breve conversación en la que el artista le propuso al padre que le permitiera usar sus pies como modelo para una nueva escultura, la familia volvió a casa con la impresión de lo vivido.

           Algunos años después la felicidad de la familia se truncó. Una terrible enfermedad se llevó a la madre a ese otro lugar donde el rostro de Cristo está vivo como vivo está siempre su mensaje. La familia tuvo que abandonar el hogar  e irse a vivir con la abuela. La casa de la abuela tenía su encanto, no en balde, antiguamente, había sido convento. Lo delataba el uso de celosías en las puertas, su trabajada escalera y su patio rodeado de columnas. En aquella casa conoció en profundidad el verdadero sentimiento cofrade. Su tío, soltero, y que aún vivía en casa de la abuela, era un cofrade en todo su amplio sentido de la palabra, cofrade por devoción y por entrega, cofrade de los que viven por y para su hermandad, cofrade por la gracia de Dios. Tuvo una vida de tan fecundo servicio que años más tarde le llevaría a ostentar con orgullo el título de cofrade ejemplar.
           Allí, en aquel hogar, la chiquilla de grandes ojos negros se fue haciendo mayor entre macetones que en primavera cambiaban sus grandes hojas verdes por flores con olores a juncias y romeros en honor de ese Jesús Sacramentado que en la Pascua visitaba la casa de aquellas recordadas procesiones de impedidos o viviendo cada Madrugada Santa largas filas de nazarenos negros cruzando el patio de su casa.

Allí aprendió a ser cofrade de verdad, a sufrir con los sufrimientos del cofrade y a disfrutar con las alegrías de la hermandad, conoció el trascendental momento de revestirse con el santo hábito nazareno, compartió un mismo sentimiento cuando su padre, portando el grandioso simpecado, le hacía una señal con los ojos para que sólo ella le identificara. Viviendo en aquella casa conoció su primer y único amor y desde aquel hogar salió vestida de blanco para formar una nueva familia cofrade, no sin antes depositar su ramo de novia a los pies de un Jesús Nazareno que había sido hasta entonces el centro de sus devociones. Su nueva vida matrimonial le había llevado un barrio diferente, lo que le hizo frecuentar una iglesia distinta, una vieja parroquia en donde tenía establecida una humilde hermandad. Esta sencilla cofradía despertó devoción del mayor de sus hijos y, poco a poco, le hizo, también a ella, involucrarse en ese mundo al que, por supuesto, no sentía en nada indiferente. A partir de entonces consagró su vida a su familia y a su hermandad, sacrificando incluso sus horas de ocio para dedicarlo a ese otro ocio que le mucho más gratificante, el ocio de su propio servicio, un servicio de entrega total, sacando tiempo de donde no existía para el engrandecimiento de su cofradía que, en definitiva, era su tributo a Dios.
              La casa se llenó de piezas de tela para confeccionar cuantas túnicas completas fuese posible, mantos descosidos, sayas estropeadas, paños de bocinas por restaurar, toquillas por terminar, conjuntos de hebrea por hacer y hasta banderas y atributos nuevos para completar la procesión. No tenía otra ilusión en la vida que su familia y la hermandad, lo que le hacía vivir los momentos más felices del año, sobre todo cuando llegaba la Cuaresma y se empapaba de ese maravilloso tiempo de vísperas, asistiendo a cultos y besamanos y acompañando una procesión que le servía de incentivo para vivir el resto del año con verdadera ilusión. Su compromiso cristiano y cofrade le llevaba incluso hasta buscar en la iglesia un sitio cercano al hermano que por cualquier motivo, se sintiese alejado, para poder ofrecerle siempre su gesto de paz y cuando la enfermedad le pudo, su eterna sonrisa hizo de bálsamo del sufrimiento ajena.

Un día, postrada ya en la cama de un hospital, recibió la visita de una religiosa vendiendo estampas de Cristo y María. Al ojearla quedó sobrecogida con una imagen de Cristo con la leyenda “Amigo que nunca falla”. Aquello desvelaba su secreto mejor guardado, el secreto de una noche que, creyéndose delirando vio ese rostro del Señor junto a la ventana de su habitación, y hoy volvía de nuevo con ese mensaje de esperanza.
            Aquella mujer pasó, envuelta en esa bandera que ella misma confeccionó, a formar parte de esa otra cofradía de aires celestiales y eterna presencia divina. Hasta el sacerdote, parco en palabras, indicó en su alocución de despedida cómo cada puntada suponía un punto para acercarnos a Dios y que se acrecentaba si, además, lo hacíamos con la agradable dulzura del constante gesto de una sonrisa en los labios. Aquella mujer dejó vivo ejemplo de como se puede ser feliz sólo y exclusivamente profundizando en el amor, el amor a su familia y a su hermandad.

Hoy, cuando tantas madres y esposas, hermanas o novias, tengan entre sus manos estas benditas túnicas que han sido el reguero de la fe de un pueblo y con la dicha, muchas de ellas, de haber sido partícipes de un testimonio al que también, por derecho propio, le corresponde sirvan estas líneas de homenaje a aquella mujer que, porque los tiempos eran otros, ni pudo vestir nunca la túnica nazarena, ni siquiera salir de mantilla, pero qué dejó para siempre su magistral mensaje de servir a Dios con alegría.
              Aquella mujer de grandes ojos y eterna sonrisa... era mi madre.

             (Artículo publicado en el suplemento Cofrade de Información Jerez el 19 de abril de 1998 y que hoy reproduzco a la memoria de mi madre en el día de su honomástica)






1 comentario:

  1. Tuve la suerte de conocerla,cuando allá por los años 80 frecuentaba tu casa en busca de tu hermano Marco;como casi siempre me hacía esperar,esos pequeños momentos siempre me los hacía más llevaderos con su eterna sonrisa y sus siempre amables palabras,envuelta siempre entre túnicas y forros varios.Recuerdo su funeral,con una parroquia a rebosar,por algo sería.Descanse en paz,una lauretana que debe ser ejemplo para todos y un orgullo para ti y todos tus hermanos.

    ResponderEliminar